Pocos asuntos generan debates tan encendidos en el chat de madres como el uniforme. Las defensoras lo quieren proteger a muerte y las detractoras desean su muerte. Me incluyo entre las segundas.
Las pro-uniforme (que son amplia mayoría) destacan la comodidad que supone no tener que pensar qué ropa comprar y poner cada día a sus hijos e hijas. Especialmente, cuando la chavalería entra por las puertas de la preadolescencia. Otra razón esgrimida es la uniformidad, van todos iguales y las clases sociales desaparecen.
Ambos argumentos me parecen falsos. Serían ciertos si las directrices escolares del uniforme consistieran en algo tan básico como una camiseta, un pantalón o falda (con independencia de si hablamos de niñas o niños) y un jersey de un determinado color. Ambas prendas, sin importar marca ni tejido. Si es chándal, perfecto. Lo mismo si son mallas, pantalón cargo o de tela. Y para la parte de arriba, niqui, sudadera o púlover de pico. Da igual en qué tienda -o supermercado- adquirieras la ropa. En ese caso yo también sería pro-uniforme. No habría que pensar en el modelo diario del chaval o chavala y la uniformidad (entendida como ausencia de clases sociales) sería casi palmaria.
La realidad de los uniformes, sin embargo, no es esa. Hay centros públicos en los que impera la uniformidad en el vestir, no los uniformes. Pero hasta en esos coles, las empresas han visto nicho de mercado y proponen líneas de prendas que lucen el consabido logo o escudo. No es obligatorio adquirirlas, pero te lo ponen en bandeja.
En los centros concertados, las reglas son estrictas y abarcan hasta los calcetines. Ojalá, por cierto, incluyeran el algodón 100% entre sus prendas y no la mezcla con poliéster. Se supone que el poliéster hace más fácil la plancha de la camiseta, falda o pantalón. En el caso, claro está, de que alguien los planche.
El uniforme, con el escudo visible, es un símbolo para decir somos de aquí. También es señal de estatus. Pero en las aulas todos deberían ser iguales. Con independencia del barrio en el que vivas o la cuenta corriente de tu madre o padre, al cole se viene a lo mismo: aprender, socializarse, crecer, jugar y vivir.
El uniforme provoca serios encontronazos entre las familias. El Consejo escolar del Asunción Rincón, centro público de Madrid, rechazó la propuesta del Ampa, que pedía una novedad en el código de vestimenta: que los alumnos y alumnas de infantil y primaria llevaran un chándal azul, prenda infinitamente más cómoda para todos y todas. La idea no fue aceptada y el Consejo escolar votó por continuar con chándal para infantil y pantalón gris o falda de cuadros en primaria. Esta última prenda es conflictiva porque solo se encuentra en una empresa, la misma que ha propuesto ahora una línea de prendas oficiales (no obligatorias).
El colegio concertado Pureza de María, en Bilbao, comenzó el curso pasado con una nueva imposición: la única opción en ESO para alumnas y alumnos es un pantalón color camel. Algunas familias reunieron 800 firmas para reclamar la posibilidad de escoger entre pantalón y falda y pusieron en marcha una iniciativa digital para involucrar -sin éxito- al Gobierno vasco mientras que Emakunde (el Instituto de la Mujer en Euskadi) aplaudió la "eliminación de estereotipos de género". No comparto esta idea de Emakunde porque creo que la lucha feminista tiene otros frentes que batallar y otras conquistas que lograr, no un pantalón, que además, antes de la nueva normativa ya se lo podía poner cualquier alumna que quisiera.
Si el uniforme da tanta guerra, ¿no sería mejor eliminarlo?
Hasta aquí, la guerra de esta semana.
No creo mucho en la felicidad, así que te deseo un fin de semana de bienestar. David Bueno, doctor en Biología y fundador de la catédra de Neuroeducación en la Universitat de Barcelona, asegura en su último libro (El arte de ser humanos) que confundimos felicidad con bienestar. La felicidad genera sesaciones explosivas y placenteras, pero efímeras, y no deja espacio a otras emociones tan válidas y necesarias como la tristeza y la decepción, sí admitidas bajo el paraguas del bienestar.
Hasta el próximo viernes, familia.
Olga
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