
Fue Charles-Édouard Jeanneret-Gris, quien siempre prefirió que se refirieran a simplemente como Le Corbusier, el arquitecto que definió una casa como una máquina que se habita, preciosa definición, sin duda. Tres siglos antes, otro suizo, Jean-Jacques Rousseau, dijo aquello de que las ciudades no son calles y edificios, sino los ciudadanos que las habitan. Pues nada, resulta que tan memorables adagios, de aquellos que en otros tiempos podrían haberse esculpido en mármol, se han ido hacer puñetas en Barcelona y en otras ciudades en lo que llevamos de siglo XXI. Hola, una semana más, gracias por recibir estas cartas. La de este viernes ha sido inspirada por el zipizape habido con motivo del intento de desahucio de un inquilino de la Casa Orsola, que no es ni mucho menos la única finca del Eixample cuyo dueño quiere destinar íntegramente a alquileres de temporada a costa de echar a los residentes de toda la vida, vamos, los que para Rousseau hacen que una ciudad sea eso, ciudad, pero, por lo que sea, se ha convertido en la más simbólica de esta suerte de osteoporosis vecinal que aqueja a Barcelona. Les contaré en esta carta, si me permiten, algún cotilleo de puertas adentro de la Casa Orsola y, cómo el desahucio, menuda torta, fue suspendido ante la morrocotuda movilización ciudadana y el ayuntamiento ha decidido aprovechar la zozobra para comprar el inmueble, aprovecharé para mencionar otras tres grandes bofetadas de la historia. No son tan conocidas como la de Johnny Farrel a Gilda, pero son auténticas, y solo por eso no deberían caer nunca en el olvido.
Rodolfo Martín Villa, la Megera de León
Acaban de cumplirse 50 años del parto más largo de la historia asociativa de Barcelona, porque fue en febrero de 1975 cuando comenzó a romper aguas en la Sala Villarroel lo que aquel día pretendía nacer como la Asociación de Vecinos de la Izquierda del Eixample, pero claro, entonces era gobernador civil de la provincia Rodolfo Martín Villa, la Megera de León (luego les aclaro esto), y se opuso a tal bautismo simplemente por el apellido de la criatura. "Izquierda", dónde se ha visto eso. Claro, al lado del resto del currículum local de aquel fiero leonés en Barcelona, parecerá poca cosa. Fue el responsable de la orden de que ardieran los archivos policiales cuando cayó la dictadura, disparate que aún hoy lamentan los historiadores, y su sombra se intuye, sospechan algunos de ellos, como un atentado de falsa bandera en el incendio de la Scala para poner fin a la primavera anarquista de los años 70.

Pero su negativa a que una asociación vecinal que estaba geográficamente a poniente se llamara Izquierda del Eixample le define estupendamente. Los vecinos impulsores de aquella asociación, que buena falta le hacía al barrio, recurrieron por los canales reglamentarios tal estupidez. La mala suerte quiso que a Martín Villa le eligiera Adolfo Suárez como su primer ministro de Gobernación, o sea, Interior, así que hay que imaginarle en su nuevo despacho, donde terminó aquella reclamación, denegando de nuevo la solicitud. Total, que el parto duró dos años. No fue hasta 1977 que la asociación pudo por fin ser inscrita en el registro. Algunos de los miembros se lo tomaron, parece, hasta con humor. Hubo quien propuso que la parte del barrio más alejada del centro del Eixample de Cerdà, es decir, ahí donde apestaba el matadero municipal y donde chirriaba la presencia de la cárcel Modelo tuviera entidad propia y pasara a llamarse “la Extrema Izquierda del Eixample”.
Una infanta maléfica y otra pirómana
Sobre las batallas que en medio siglo de vida ha ganado la hoy llamada Associació de Veïnes i Veïns de l’Exquerra les dejo aquí un modesto enlace, por si gustan. Son victorias como poco tan memorables como la del bus 47 de Torre Baró ahora llevada al cine. Por apabullante, me ahorro aquí la lista y voy de cabeza a un detalle del veleta y abracadabrante nomenclátor de la ciudad que sería una pena que pasara inadvertido.
Cuando en 1975 hubo que definir los límites territoriales de aquella nueva asociación, tres de las fronteras estaban muy claras, la calle de Balmes, la Gran Via y la Diagonal, pero la tercera era muy difusa, la entonces llamada avenida de la Infanta Carlota. Aunque estaba esbozada en los planos originales del Eixample, en realidad no llegó a existir como tal, urbanizada casi como una autopista urbana, hasta 1951. Antes de esa fecha no tenía continuidad. En mitad de la ruta de lo que hoy es la avenida de Josep Tarradellas se levantaba, por ejemplo, el convento de la Sagrada Familia de Burdeos y su anexo colegio de la Madre de Dios de Loreto.

Quizá los más pretéritos de ustedes aún conserven en la memoria el cine Loreto (1963-1984), porque inolvidables son las sesiones triples que allí se programaban, en las que entrabas recién almorzado y salías casi para irte a la cama. El nombre y la dirección postal de aquel cine no eran más que un recuerdo borroso de aquel convento y aquel colegio de monjas.

La cuestión (antes de que pierda el hilo narrativo) es que en el nomenclátor de la ciudad, aquella avenida que entonces unía la estación de Sants con la plaza de Calvo Sotelo estaba incomprensiblemente dedicada a Carlota Joaquina de Borbón, a la que a este lado de la península ibérica se la conoce amablemente como la Infanta Carlota, pero que en Portugal, donde fue reina consorte, ambiciosa sin límites, conspiradora, absolutista hasta la médula y quizá homicida es aún recordada como la Megera de Queluz, vamos algo así como la furia infernal del Palacio de Queluz, donde fue confinada en los últimos años de su vida, cuando merecidamente cayó en desgracia.
A ver, en una ciudad en la que Víctor Hugo y Voltaire fueron descabalgados del callejero por orden de Primo de Rivera y que apenas una década más tarde las autoridades republicanas y revolucionarias le hicieron un hueco en el nomenclátor a Espartaco, Bakunin y hasta a Santiago Salvador, el de las bombas del Liceu, no debería quizá extrañar que la Infanta Carlota tuviera no una calle, sino toda una avenida, pero el caso es que su vinculación con la ciudad era tan inexistente que por puro desconocimiento fueron (fuimos) muchos los que creían (creíamos) que estaba dedicada a otra borbona, Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias, esta sí crucial en la historia de este lado de la península.

Fue esta infanta la que le dio un bofetón de aúpa a Tadeo Calomarde (y con esto saldo la deuda de la primera torta prometida) cuando este quiso sacar del fuego el decreto que iba a restaurar la ley sálica en España, lo que habría impedido el futuro acceso al trono de su nuera, Isabel II. El episodio es célebre. El impresentable de Fernando VII agonizaba y Luisa Carlota de Borbón lanzó a las llamas del hogar que caldeaba la habitación aquel crucial documento, un gesto que desataría un siglo de violencia carlista, pero aquel momento ha sido siempre edulcorado por la respuesta que Calomarde dio tras la bofetada. “Señora, manos blancas no ofenden”. Podría parecer así que aquel ministro quizá era un exquisito gentleman y que todo esto nada tiene que ver con la Casa Orsola, pero siempre es posible anudar relatos aparentemente inconexos.

“El peor gobierno desde tiempos de…”
“Se llamaba Francisco Tadeo Calomarde, y era de la mejor pasta servil que podía hallarse por aquellos tiempos. (...) Su jurisprudencia llena de pedantería me inspiraba aversión. Tenía fama de muy adulador de los poderosos, y según se decía, compró el primer destino con su mano, casándose con una muchacha muy fea a quien dio malísimos tratos. Los que le juzgaron tonto se equivocaron, porque era listísimo, y su ingenio, más bien socarrón que brillante, antes agudo que esclarecido, era maestro en el arte de tratar a las personas y de sacar partido de todo”.
Qué lujo echar mano de Benito Pérez Galdós para darle lustre a estas cartas semanales. Le dedicó el autor de los ‘Episodios nacionales’ varias andanadas a Calomarde en la línea de flotación de aquel ministro de Fernando VII que, lo que son las cosas, pasado un siglo de su muerte su nombre era aún sinónimo de gestión política catastrófica. En 1936, Jacinto Benavente acuñó una frase que a partir de entonces y durante bastante tiempo hizo fortuna. “El peor gobierno desde los tiempos de Calomarde”. Se la dedicó a Santiago Casares Quiroga, el presidente del Gobierno de España al que le pilló en el cargo el golpe de Estado de 1936, y eso que había sido repetidamente avisado de que algo se cocía en los cuarteles. “Si los militares se quieren levantar, yo me voy a acostar”, aseguran que dijo en una ocasión. Su inoperancia en aquellas fechas fe el desencadenante de un incidente ocurrido en París, en el despacho en el exilio de Manuel Azaña. El poeta, periodista, filósofo y, sobre todo, anarquista Juan Rueda Ortiz se encontró allí, cara a cara, con Casares Quiroga y, en nombre de todos los republicanos muertos y exiliados, le soltó un guantazo de aúpa. Esta es la segunda bofetada.
La pregunta, llegados a este punto, es si desde tiempos de Calomarde se había legislado tan mal en España en materia de vivienda. La Associació de Veïnes i Veïns de l’Esquerra de l’Eixample tuvo la paciencia hace unas semanas de entrar en los portales inmobiliarios más conocidos (se los pueden imaginar, sobre todo ese cuyo antónimo sería algo así como ‘El materialista’, nombre que realmente le hace justicia) y descubrieron que tres de cada cuatro pisos en alquiler lo son en ese barrio solo por temporadas. Cuando se cerró el grifo de los apartamentos turísticos se abrió la espita de los apartamentos de temporada, no sin que el Sindicat de Llogateres no hubiera avisado tiempo atrás que las consecuencias iban a ser catastróficas. La Casa Orsola, al menos hasta que ahora el ayuntamiento felizmente ha movio ficha, era solo una más del medio centenar de fincas de ese barrio de la ciudad donde se practica algo para lo que el ‘palabro’ gentrificación se queda corto.

La gentrificación cumple 61 años
Fue en 1964 cuando por vez primera una socióloga británica, Ruth Glass, en un trabajo académico titulado ‘London: aspects of change’, le puso ese nombre a lo que estaba sucediendo en un barrio de la capital. Profesionales de clases medias comenzaron a mudarse a las calles de Islington y, con ello, terminaron por expulsar a las clases obreras que hasta entonces las habían habitado. La gentrificación es eso, sustituir una población por otra más adinerada y encaprichada de un barrio por la razón que sea, pero eso no es exactamente lo que está ocurriendo en el Eixample. Los inquilinos de los pisos de temporada son nómadas que no escolarizarán a sus hijos en el barrio y que tampoco garantizarán, por sus hábitos de compra, una supervivencia del comercio local.
No son, eso sí, mala gente. Aquí viene ahora el cotilleo prometido. El pasado lunes, justo cuando se anunció que el desahucio de la Casa Orsola se posponía medio mes, fue una ocasión para conversar con algunos de los vecinos de la finca, donde como mínimo ya hay siete apartamentos de temporada.
--¿Cómo son? ¿Eran conscientes de dónde se metían? ¿Habláis con ellos en el ascensor del tiempo o de los desahucios?
--Son buena gente. Cuando alquilaron el apartamento, ya fueran ellos directamente o a través de la empresa para la que trabajan, no sabían de qué finca se trataba. Se lo ocultaron, no fuera que buscaran imágenes en Google y se llevaran un susto. Alguno de ellos quiso incluso colgar en su balcón una pancarta en contra de los desahucios. Parece que la propiedad se lo prohibió.

El problema, lo dicho, no son esos nómadas ni esa legión de los llamados ‘expats’ que han recalado en Barcelona hasta no se sabe cuándo, sino la cadena de errores legislativos que desde tiempos de Miguel Boyer como ministro se han cometido y han terminado por condenar a la precariedad residencial a varias generaciones, castigadas a pagar por una habitación el precio de lo que debería dar derecho a todo un piso. Sí, se supone que cada vez que se han modificado las leyes de arrendamiento urbano se han introducido en el nuevo texto cataplasmas para evitar los abusos. De Calomarde, cuando legislaba o aprobaba reales decretos, se dice que siempre añadía una apostilla de viva voz: “Obedézcase, pero no se cumpla”. Pues eso.
El Bálsamo de Fierabrás Inmobiliario
¡Ah!, es verdad, les debo una bofetada de la historia. Para ir a por ella habrá que viajar hasta el año 320, a Nicea, donde se celebró uno de los primeros concilios ecuménicos del cristianismo, al que según la tradición de la Iglesia ortodoxa acudieron 318 obispos, tantos como los criados que acompañaron a Abraham cuando fue al rescate de su sobrino Lot. ¿Por qué ir tan lejos en el tiempo y en el espacio, nada menos que al siglo IV y a lo que hoy las cercanías de Estambul? Intento enhebrar el hilo.
¿Cuántos años hace que se recetan remedios contra la cruel crisis residencial que sufre Barcelona? Dimos ayudas al alquiler, y lo único que sucedió es que fueron a parar a los bolsillos de los rentistas. Construimos vivienda de protección oficial. Vaya, no teníamos que haberla vendido. Concedimos visas de oro para que los promotores capeen la crisis. Caramba, quién lo iba a decir, han empujado los precios hacia arriba. Obligamos a que un 30% de las promociones se destinen a pisos sociales. Quién lo iba a decir, los fondos de inversión reforman los pisos uno a uno, según van expulsando vecinos, y así rodean la norma.
La lista de despropósitos es, por supuesto, mucho más larga. Solo por malmeter, merece la pena recordar uno de los episodios más tronchantes, cuando la que fue ministra de Vivienda en uno de los gobiernos zapateriles, María Antonia Trujillo, creyó haber descubierto el Bálsamo de Fierabrás Inmobiliario. Hacer pisos más pequeños. Porque en su opinión en menos de 30 metros cuadrados cabe perfectamente una pareja joven con aspiración a tener hijos. Fue divertido lo que aquella idea de Trujillo tuvo como derivada, que algunos periodistas midieran las dimensiones de algunos despachos de ministros y presidentes autonómicos, y la media se acercaba a los 60 metros cuadrados.

Esa es la cosa. Que desde los debates teológicos bizantinos no se perdía tanto el tiempo, quizá, entre otras razones, porque a quienes corresponde legislar, diputados y senadores, resultan ser mayoritariamente propietarios de uno o más pisos. Arrio, obispo de Alejandría, se presentó en Nicea con el propósito de defender su interpretación de los evangelios. El arrianismo, que terminó por ser declarado una herejía, había calado con fuerza en el corazón de Europa e incluso en lo que hoy es Barcelona, donde la actual Catedral era un centro de culto arriano y el catolicismo tenía su pila bautismal en la más modesta iglesia de Sant Just i Pastor. Arriano, a lo que íbamos, entró en la sala de debates sin intuir lo que iba a suceder. Se le acercó un obispo bastante anciano y le soltó (disculpen la expresión, pero es la más oportuna) una hostia de padre y muy señor mío. Era San Nicolás, sí, el que con el tiempo y por razones que no viene al caso ha terminado por ser conocido como Santa Claus.
Con el eco aún de la torta que la movilización vecinal le ha dado a todos los fondos de inversión con apetito caníbal en la cara de la Casa Orsola y la sabia decisión del alcalde Jaume Collboni de no ser un Calomarde, digo adiós y hasta la próxima semana.
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